miércoles, 5 de abril de 2017

El barril de amontillado

Nietzsche escribió, muy acertadamente en mi opinión, que “una pequeña venganza es más humana que ninguna”. Otra cosa es llevarla al extremo en que lo hace Edgar Allan Poe en su relato “El barril del Amontillado”.

Publicada por primera vez en noviembre de 1846, la historia está ambientada en una ciudad italiana desconocida durante las fiestas de Carnaval de un año no determinado, y trata de un hombre que se venga de una humillación pasada de la que no se especifica el motivo más allá de “mil injurias” y “un insulto”.

Al igual que en otras historias de Poe como “El entierro prematuro”, de nuevo aparece un tema que parece que fascina al autor: las personas enterradas vivas. Sin duda reflejo de su propio estado de ánimo, pues si nos atenemos a su biografía fueron tiempos de grandes penurias, además tan solo dos meses después perdió a su mujer Virginia Clemm, enferma de tuberculosis.

A diferencia de otros cuentos del autor, como “Los asesinatos de la calle Morgue”, no hay investigación del crimen sino que el propio criminal explica cómo cometió el asesinato.
Contada desde la perspectiva del asesino, Montresor relata cómo se venga de Fortunato (muy poco “afortunado”, por cierto) aprovechando que le encuentra borracho. Bajo la excusa de una degustación de vino Amontillado le atrae a su palacio. Montresor sabe que no podrá resistir la tentación pues Fortunato presume de ser un experto catador (más bien yo diría que un simple alcohólico).

Una vez en las bodegas de su palacio le lleva hacia las catacumbas, donde le va ofreciendo distintos vinos para mantenerlo ebrio. Aunque se da un cierto contexto, como la observación de Montessor de que su familia fue alguna vez grande, la mención del escudo de la familia, que lleva la inscripción “Nemo me impune lacessit” o Nadie me hiere impunemente o la observación de Fortunato sobre la exclusión de Montessor de la masonería, a falta de un motivo que me convenza de la necesidad de semejante venganza, me inclino por pensar que se trata de un espíritu enfermo, un loco, que aprovechando que Fortunato está entre borracho y desprevenido, le encadena a la pared y comienza a tapiar el agujero. Hasta el último momento Fortunato pretende que es objeto de una broma pero Montresor continua colocando una piedra sobre otra. Al final del cuento revela que cincuenta años después los restos de Fortunato aún cuelgan de sus cadenas en el nicho donde lo dejó y concluye: “¡Descanse en paz!”.

1 comentario:

  1. Esa lucidez de la locura que permite realizar actos tan bárbaros es típica de Poe. Podrías profundizar en la ausencia de arrepentimiento.

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